jueves, 13 de junio de 2013

LA NORMAL NOSTALGIA


Estamos entrenados para desear lo lejano... A veces lo inaccesible.
Nos maravillamos ante el poder de las telecomunicaciones porque nos logra conectar instantáneamente con gente localizada al otro lado del planeta, impalpables amigos a los que sentimos conocer mejor que al hermano del cuarto de al lado. Ya es trillada la frase de que “el teléfono nos acerca a quienes están lejos pero nos aleja de quienes están cerca…” Pero eso ya pasaba con otros artefactos, como el televisor y la radio. Las computadoras suelen ser preferidas por esa virtud de hacernos estar donde no estamos y que no estemos disponibles allí donde nos quedamos.
Pero más llamativo es para mí que los amantes de la literatura y el arte en general también caemos en esa misma enajenación. Oímos a gentes de papel… Anhelamos paraísos que otro soñó y se atrevió a plasmar. Alabamos la sofisticación del espíritu que nos permite deleitarnos con caras y complejas producciones humanas, incluso cuando éstas solo sirven para resaltar el valor de las cosas naturalmente presentes y cercanas en nuestras vidas. Ejemplifico con la actitud de aquella persona que se enorgullecía diciendo que gracias a los cuadros de Manuel Cabré aprendió a amar la belleza de Cerro El Ávila. Bien por Cabré, que era español, no caraqueño. Mal por la gente que no confía en sus sentidos porque no los cultiva.
Y llega la nostalgia, la normal nostalgia; porque ya es normal vivir aspirando lo que no tenemos (por ahora) con tal de que haya la posibilidad o, mejor aún, la promesa de que lo obtendremos, no importa el mérito. Porque ya es regla la superación como tendencia, porque si podemos más queremos más. Porque (nos) enamoramos conociendo muy superficialmente el objeto de nuestro delirio. Y por eso quizás tantos prefieran no saber más, manteniendo el encanto en la distancia.
A demasiados (por no decir todos) nos atrapa un libro, un filme, un videojuego, alguna serie o telenovela… En su transcurso, nos sumergimos bendiciendo el trance que nos aísla del entorno inmediato. Al acabar, el mundo afuera sigue siendo el mismo que conocíamos dos horas atrás. Nada ha cambiado.
¿Nos preguntamos si está mal esa evasión? Creo que no, pues hasta evadimos el aire con el humo del cigarro que nos da ganas y nos da la gana. No es eso lo que está mal. Lo que está mal es el orden que sigue esta sociedad. Esta normalización de la insatisfacción y la dependencia. Esta nostalgia de náufragos en tierra firme. Rafael Cadenas sentenciaba en tres líneas: 

Hay que estar/ 
donde se está/ 
para que la mente dance.


Hay que dejar que la mente dance para que nos saque a bailar.

domingo, 21 de abril de 2013

¿FLOJOS O PEREZOSOS?


Hace como siete años yo daba clases de español a británicos retirados en Paraguachí, y desde que entraban en confianza conmigo, repetían “lazy” para referirse a los nativos. Yo preguntaba por qué.
Cuando uno busca ese anglicismo en el diccionario bilingüe, se topa con que significa “perezoso” si es una persona, o “lento” si es un proceso. Ya se sabe que la pereza es uno de los siete pecados capitales y que según la Divina Comedia de Dante, es más grave que la lujuria (e imposibles de combinar  ambos deslices). Pereza es definida por la Real Academia así: “Negligencia, tedio o descuido en las cosas a que estamos obligados.” Me alerta la palabra obligación en esta, la primera acepción. Empiezo a sospechar que sin obligaciones… nadie sería flojo.
Pero la palabra flojo me interesa más porque viene del latín “fluxus”, cuya raíz es la misma de fluir, flujo y fluido. Por tal, le atribuyen el sentido de lo que tiende a líquido o blando, probablemente como algo negativo en tanto ello debiera de ser más sólido o ajustado. Hace poco una amiga me decía “Vamos a ver como fluyen las cosas” y me sonó floja, pero porque yo no detectaba voluntad en su sentencia. Es decir, yo no sabía lo que ella quería. Me doy cuenta de que lo flojo puede ser lo fluido en el sentido de lo adaptable, mas no lo dinámico. Yo soy yo y mi circunstancia, y eso da el derecho a flojear, pero también lo quita. 
Cuentan que en la Isla hace pocas décadas bastaba con que el padre de la familia trabajara medio día para mantener todo su hogar. La madre atendía la crianza de la prole porque no hacía falta que trabajara. Además, donde hay mar… hay comida, y estamos rodeado de eso. Ya la circunstancia es muy otra. Mis alumnos británicos me explicaban la diferencia tan obvia para ellos respecto de nosotros. En Europa, el ciclo de las estaciones hizo inteligentes a los humanos, pues tenían que tomar previsiones y acciones durante los meses de prosperidad para no desfallecer en el invierno, cuando escasea el alimento y el calor. Acá en el Caribe, siempre hay buena temperatura y árboles cargados de frutas y costas plenas de peces. Entonces recuerdo que alguna vez leí que el petróleo era la bendición para los venezolanos pero la maldición para Venezuela. Nos dio el derecho a ser flojos.  
Hay que trabajar.


jueves, 18 de abril de 2013

Hablando de galerías, la Bella Vista está abierta

Es domingo al mediodía, el último de Semana Santa. La playa no es opción y los centros comerciales, mucho menos. La invitación que tenía era más interesante: la inauguración de la Galería Bella Vista, donde está el taller de su creador, Luis Mata, también conocido como Chaval.
La dirección se me quedó en facebook, donde precisé solo las coordenadas temporales para llegar puntualmente al local. Una llamada y todo quedó claro… “Viniendo desde el AB hacia el centro, después del último semáforo de la avenida Bolívar, tomas el siguiente cruce posible a la izquierda. Allí estamos”. Efectivamente, ahí estaban los artistas.
Ese fue mi primer atisbo, uno viene a estos eventos a ver a los artistas con sus obras. Uno coteja la imagen del creador con la imagen que ha creado. Uno quiere saber si es un artista maldito, un comerciante o un jubilado sin oficio. Juan Portillo es un chamo. Lo conozco de las órbitas universitarias de esta misma isla. Le invito a ser entrevistado. Me pide diez minutos primero y yo aprovecho para ver la colección: Punto de partida (se llama). El local es una habitación de acaso 20 m2 y un baño. Hay piezas por todos lados, hasta colgando del techo. La gente se les arrima por segundos, pero hablan poco de ellas. Uno quisiera que hubiera realmente gente, pero suelen ser familiares, amistades y conocidos quienes uno encuentra acá… Y artistas. Me gusta estar entre artistas, lo certifico. Hay que explicar menos las cosas entre ellos.
Veo que en las piezas de Juan Carlos prevalecen las partículas, son elementales en distintas escalas. Dibujadas o pintadas, las esparce para que se ordenen en los ojos del espectador y dejen de ser partículas para sugerir otra cosa: pelillos, poros, signos de un código, tejidos, cuerpos, volúmenes… Hasta un móvil lineal compuesto por piezas de plástico reutilizadas sugiere tal inminencia: las partes tendiendo a  un todo. Sin dudarlo compraría alguna. No tengo dinero, pero luego supe que alguna se vendió por cuatro cifras. Muy bien por Juan Carlos, es su primera exposición individual. Procedo a entrevistarlo.
No sonríe pero tampoco huye, su dominio es más gráfico que verbal. Repite a menudo las palabras “proceso” e “inseguro” pero por separado. Asume el despropósito de sus creaciones, lo inconcluso, y también la importancia del apoyo de otros artistas para afrontar que hay etapas en las que se hace sin pensar. También hay en las que se piensa sin hacer. Mejor es la acción. Es lo que hace respetables a los que están en el encuentro de esta tarde, lo que han hecho ellos. Creo que eso es lo que hace a alguien “autoridad”… De hecho, esta palabra viene de “autor”, creador. Para esta muestra, Juan Carlos consteló sus piezas como las mismas partículas y trazos que forman sus gráficas. Venció la dispersión con este planteamiento, con este Punto de partida.
Me despido, salgo y concluyo que se abren dos tipos de invitaciones. Para los artistas contemporáneos, a que traigan sus propuestas ya documentadas, es decir, su portafolio. Para los que disfrutan el arte, a que vengan a ver las obras; quizás hallen a Luis Mata en pleno proceso creativo, (mejor aun). Luis quiere ayudar a crear nuevas tendencias del coleccionismo, que la gente apueste fuera del canon tradicional, fuera del pasado. Vale.
Hay que contemplar y hay qué contemplar.     




EL SOL DE MARGARITA, 14 de abril de 2013


miércoles, 10 de abril de 2013

Paul Auster y El libro de las ilusiones

No es muy coherente esto de invitar a la gente a recorrer un camino sin compañía alguna solo porque ya uno lo hizo; y menos lógico es aceptar la invitación y acudir para ese sacrificio… donde uno, su tiempo y su dinero pueden ser las víctimas. Hablo de libros, específicamente de novelas, y del acto íntimo que implica leerlas. Confieso que me cuesta mucho llegar hasta el final de ellas y que por ende, son menos las novelas que leo que libros de cuento, poesía o ensayo. Además, estos otros tres géneros literarios perdonan el acto de no acudir hasta la última página. Probablemente por esta diferencia es que nadie suele leer novelas sin una prescripción: más de un amigo que la haya leído, la crítica literaria (incluyendo la de twitter y facebook), la película respectiva o la promesa de su próxima filmación… Y es que no son pocas las horas que se invierten en su lectura, y particularmente en nuestro país parece que leer luce como mayor holgazanería que la de estar en una acera bebiendo con los amigotes… “Al menos con los amigotes estás desarrollando tu vida social y quizás hasta consigas mujer para terminar de casarte” oí por ahí. Mil veces más fácil es compartir un juego Magallanes-Caracas que un libro de Paul Auster. Pero eso no importa si hablamos de El libro de las ilusiones. Importa que sea una novela sobre el cine y su hechura. Importa que dosifique tensión y buen gusto a lo largo de sus 300 páginas. Importa leerlo. La buena noticia es que la obra del neoyorquino es numerosa y ostenta más de una docena de novelas y de paso algunos guiones llevados a la gran pantalla. Hay que saberlo, pues El libro de las ilusiones deja con hambre. La trama gira en torno de dos hombres que apenas y logran encontrarse físicamente en el mismo sitio por acaso quince minutos. Uno es un personaje del cine, en cuya vida se ha permeado lo pintoresco y lo dramático de los filmes en los que trabajó como actor y director: una decena de cortometrajes mudos en blanco y negro, contemporáneos con los propios de Charles Chaplin y Harold Lloyd. Nadie supo qué ocurrió con el sujeto una vez que se rodaron estos cortos, pues desapareció en pleno inicio de una prometedora carrera. Todo lo que le sucedería a este realizador, cuyo origen argentino nos guiña el ojo a otros suramericanos, sugiere que en su caso se cumplió el anhelo secreto de todo artista: más que tener cómo decirlo, hay que tener en la vida algo qué contar y por qué contarlo. La técnica ya no es misterio en una época donde las artes se estudian y se pagan. El otro personaje nació más de medio siglo después del primero. Es un estudioso que de súbito perdió irreversiblemente su familia y las razones para seguir viviendo. De su melancolía se escapa cuando contempla uno los cortometrajes de aquél en la televisión. Las conexiones y paralelismos entre vidas y obras se revelan para todos de a poco, con reveses impredecibles e impecables. Se consigue en librerías de Margarita.

lunes, 8 de abril de 2013

Pero el amor… esa grosería

Hay malas palabras que en sí no son tan ofensivas como el tono de voz (y otros factores) con que se pronuncian para producir un efecto meramente emocional. La grosería revela que no estamos pensando, no en el preciso momento cuando la decimos. Además, la grosería adolece de ambigüedad: puede significar demasiadas cosas y esto es uno de los vicios del lenguaje más nocivos, pues pone en riesgo el entendimiento, que ha de ser la prioridad en la comunicación. Basta un ejemplo: “No sabes lo arrecho que es mi suegro”. Luego pregunto: ¿Cómo es mi suegro? ¿Intenso, temible, sofisticado, libidinoso? Realmente la grosería dice más de quien la emplea que del suegro (o el referente que sea). Insisto, siempre entronizado en el plano irracional. A esto se le agrega el poder que se siente por romper el tabú profiriendo una palabra contra los patrones. El caso es que todas estas características las hallo vigentes en el amor. Sí, como en Rayuela decía Julio Cortázar: “Pero el amor, esa palabra”. El amor es una grosería. Es una palabra efectista, con múltiples sentidos y contra las buenas costumbres (tan relativas siempre). Acaso la diferencia con las otras groserías sea su permisividad. No hablo de casos como cuando la secretaria que no te conoce, atiende el teléfono y responde: No, mi amor, la doctora no ha llegado. O cuando en la pelea y con odio encarnado te retan: Mira, mi amor, ¿sabes cómo es la cosa? Realmente me refiero al amor en cada canción y en tantas frases convenientes; incluso usadas en contra: Me dijiste que me amabas. Es posible traer a Freud para explicar esto. Según le entendí, las dos pulsiones elementales que mueven al ser humano son la libido y la transgresión. La atracción y la infracción de las normas. Consumar ambas hace sentir felicidad o algún equivalente. Dejarse llevar por la atracción es placentero, pero romper las reglas también. Entonces, ¿será que la dicha no es completa sin las dos, y que por eso casi todos los idilios en la literatura postulan que el amor sin obstáculos no es excitante? Ya Aristóteles hace milenios precisaba que más se aprecia lo que con más trabajo se consigue. ¿O más se valora lo que hace que rompamos más parámetros? Decir la palabra amor con propiedad en el siglo XXI es difícil, porque abarca a veces la sensación, a veces el sentimiento, pero siempre la gravedad entre dos (o más). Tal era Eros para los griegos, la atracción natural, esa que luego Newton sacó del misterio a la ciencia pero con la Tierra como núcleo. Sin embargo, cada cuerpo genera su gravedad y percibe la del otro, aunque las convenciones sociales (necesarias para la convivencia y cierto progreso) la objeten. El duelo entre pasión y razón es natural, es humano. La banda Zapato 3 lo resumía cantando que “El amor es sangre”. Pero hay que amar.

lunes, 11 de marzo de 2013

SERVIR DE CELEBRIDAD

Hace poco escuché en la radio (sobra la palabra farándula por redundancia) una frase que decía más o menos que “un grupo de jóvenes, a quien el artista X sirve de celebridad”. Se dispararon mis alarmas, dejé de oír afuera y empecé a oír adentro. Quizás ya me acostumbré a que la palabra “artista” se refiera en los medios de comunicación a actores y cantores, pero ahora me toca asumir que existe un servicio de celebridad, y que como muchísimos servicios (si es que no todos), podemos vivir sin ellos pero aprendemos a necesitarlos. Las necesidades, mientras menos fisiológicas, más imposibles resultan de satisfacer realmente. Jamás solemos creer que se tiene suficiente, y somos aupados para buscar eternamente la superación. La gente conforme no conviene a la dinámica consumista que nos embute. Sin embargo, nos superamos según cánones banales, tales como el modelo de smartphone, la cantidad de seguidores en tal red social o el número de parejas sexuales que se ha tenido. El resultado acaso es una efímera alegría muy distante de la felicidad y el equilibrio. Tanto así que preferimos basar nuestra dicha en la vida de otros. He ahí la fama. Al parecer, todos queremos fama y queremos famosos cerca de nosotros. Según el diccionario, afortunadamente la fama es una “opinión”. Nada más. Según la misma fuente, la farándula es un término despectivo que incluye en su oscuridad a “figuras de los negocios, el deporte, la política y el espectáculo”. Y la celebridad resulta ser aquel por quien celebramos, sin olvidar que se celebran misas y nupcias. Sigo sin entender la necesidad de celebridades. Celebrar es familia de “libar”, que es beber y brindar (o al revés). Cierro con la propuesta incierta de algún tomo que sugiere que de “fama” e “hilo” viene familia. El grupo hilado, enlazado por esa opinión que no ha de ser más ni menos que el respeto. El respeto se basa en el conocimiento que genera criterio, ya.

lunes, 25 de febrero de 2013

El placer del silencio

Fui un niño afortunado… Crecí en un hogar lleno de libros; las enciclopedias superaban a los televisores en atracción y en cantidad. De mi infancia recuerdo con especial encanto un momento de la semana: domingo por la mañana. Yo era el primero en despertar y en salir de cama. En casa reinaba el silencio. Nada de teléfono, TV o radio encendidos. En esos largos instantes pasaban dos cosas…

La primera consistía en que yo me sentaba con algún tomo enciclopédico (o libro individual también) y me sentaba a leer. Las puertas se abrían dentro de mi cabeza pero no para salir volando y por ende no estar donde estaba. Leía para entender, para que fueran mías las ideas y las explicaciones. El mundo lógico y armónico era el que ilustraban esas páginas. No era literatura, pero igualmente era conocimiento con emoción.

La segunda era el surgimiento de dos voces roncas desde el dormitorio principal. Graves y suaves, cadenciosas… Yo no reconocía lo que decían, pero era un placer recibir esa vibración desde cualquier lugar del apartamento. No solía correr a ver sus autores, era suficiente certeza esa dulce inundación que la combinación de ondas sonoras brindaba a mis oídos. Mientras padre y madre seguían hablando sin pararse ni encender la TV, mi lectura proseguía. Menos de dos horas se sostenía el silencio porque el desayuno y el café ganaban urgencia, pero era más que suficiente.

Aún de grande, dejo que los pájaros me acompañen a oír la paz matutina mientras los libros abren sus alas frente a mí.