sábado, 3 de octubre de 2009

La perla tiene dos caras

Margarita se está pareciendo cada vez más a París, a Nueva York y (ni modo) a Miami. ¿En qué? Sin más vueltas: en la gente. No son, pero son de allí. Lo que menos se ve en París es gente parisina (autóctona). ¿Y neoyorquinos en Nueva York?, nativos... pocos. Están llenas de gente del mundo estas cosmópolis; sin embargo, sus habitantes son de allí, claro que sí, aunque vengan de lejos. Nuestras esencias se fundan en la fusión: somos mezclas… somos criollos. Y así estamos en Margarita.
Criollo (de la palabra criar) originalmente resaltaba la cualidad de quien trae raíces de otro lado, pero se ha criado aquí. Ahora decimos criollo para insistir sobre lo vernáculo, lo venezolano o lo margariteño, como lo puro, pues. No es lo mismo, pero ya es igual.
Francisco Suniaga, buen asuntino, a través de su novela “La otra isla” (2005, OT) nos procura como (co)lectores suficientes contrastes como para observar y replantear lo que entenderíamos por “margariteño”. Por algo tenemos dos palabras propias para categorizarnos: “ñero” y “navegao”, y faltaría un tercer tipo (o más). Los ciudadanos de Margarita somos más semejantes a un coctel que a un licor puro.
“La otra isla” es movida por personajes que resaltan su diferencia originaria y su progresiva semejanza en la medida en que permanecen (decididamente) en la Isla y conviven con sus pobladores. Los casos (así, plurales) de los extranjeros son ilustrados en la novela. Está el típico que viene del invierno y se queda seducido por el Caribe. Mas también presenta la otra clase, la de aquél que encuentra en la ínsula lo primitivo y anárquico en exceso… ese mismo foráneo que ni siquiera intenta aprender un par de palabras en spanish. Hay una tercera especie… el que se vuelve loco tropicalizando su desafuero o disciplinando su “buen salvaje”... éste es el que muere (en la novela). Cada uno sirve como color de contraste. Por algo esta colección se llama “Hoy la noche será negra y blanca...”
Es publicada en Caracas por Oscar Todtmann (OT), distribuida, agotada y reeditada continuamente hasta el sol de hoy. Hay que mentar la dedicación a los gallos y galleros, como un “cuadro de costumbres” actualizado y sin tabú alguno. Hay más temas, personajes y 258 páginas de esta otra isla. Margarita desde adentro, ni mejor ni peor, sólo más real. Hay que leerla.

El cuerpo, el portador del tiempo

El cuerpo, el finito, firme como efímero, merece un escucha. Más que servir como heraldo de los sentimientos que invaden a cada órgano para denunciar la alegría en forma de taquicardia, o la angustia en forma de estrechez, el cuerpo porta y actualiza los signos del tiempo. Por esto, quizás, a partir de algún momento hay que registrar los ritmos del cuerpo, atender sus pronunciamientos. Él puede ser el mejor de los puentes o el peor obstáculo.
Ese que aspira ser percibido, el cuerpo, se realiza en la percepción ajena, pero también, y primeramente, en la propia. Los Poemas del cuerpo, poemario de Alejandro Oliveros, procuran hablar de esta última sin excesos, también sin acompañante. No es usual que el espectro material del alma, su corporeidad, sea ilustrado en la soledad. Esta vez sí, es la ilusión de la simetría entre cuerpo y reflejo: éste es “la compañía/ preferida del cuerpo. Hablan/ como viejos amigos”. Es una asunción del personaje que reconoce que el cuerpo es el portador del alma y del tiempo, aunque no sea el titular. Este escritor se sienta en la tradición que lo ha seducido y convencido para conferir el mismo premio que el poeta celebra leyendo y escribiendo por igual. Él procura perpetuar la literatura, no perpetrarla. Lo procura y (nos) confía al poema su tarea comunicativa y sensible… su decir. Siempre atento, el poeta nos trae una poesía heredera de una tendencia que su maestro Ezra Pound exigía: “Equilibrio entre lectura y vivencia”. Oliveros esgrime que “es poco lo que se vive y menos lo que se recuerda”, por eso (se) escribe.
Inspiraciones o resonancias, este cuerpo de poemas enarbola la imagen del cuerpo ostensible y vivo en pleno tránsito y con algo más de tiempo qué aprovechar: quién va a cantar “la tersa espalda,/ la constancia de los pechos,/ la vainilla,/ y el amable almíbar de su sexo”. Se sigue encontrando con ese cuerpo libre de todo resumen, incluso del amor.
Queda la literatura como una tradición, de donde se viene y hacia donde los dioses permiten el paso si se les ha tributado la virginidad de las páginas en no pocas noches. Hay que leerla.