lunes, 25 de febrero de 2013

El placer del silencio

Fui un niño afortunado… Crecí en un hogar lleno de libros; las enciclopedias superaban a los televisores en atracción y en cantidad. De mi infancia recuerdo con especial encanto un momento de la semana: domingo por la mañana. Yo era el primero en despertar y en salir de cama. En casa reinaba el silencio. Nada de teléfono, TV o radio encendidos. En esos largos instantes pasaban dos cosas…

La primera consistía en que yo me sentaba con algún tomo enciclopédico (o libro individual también) y me sentaba a leer. Las puertas se abrían dentro de mi cabeza pero no para salir volando y por ende no estar donde estaba. Leía para entender, para que fueran mías las ideas y las explicaciones. El mundo lógico y armónico era el que ilustraban esas páginas. No era literatura, pero igualmente era conocimiento con emoción.

La segunda era el surgimiento de dos voces roncas desde el dormitorio principal. Graves y suaves, cadenciosas… Yo no reconocía lo que decían, pero era un placer recibir esa vibración desde cualquier lugar del apartamento. No solía correr a ver sus autores, era suficiente certeza esa dulce inundación que la combinación de ondas sonoras brindaba a mis oídos. Mientras padre y madre seguían hablando sin pararse ni encender la TV, mi lectura proseguía. Menos de dos horas se sostenía el silencio porque el desayuno y el café ganaban urgencia, pero era más que suficiente.

Aún de grande, dejo que los pájaros me acompañen a oír la paz matutina mientras los libros abren sus alas frente a mí.