domingo, 31 de enero de 2010

Altazor y las preguntas desiertas

Altazor.
Este paracaidista es atraído por la gravedad de “la muerte y el sepulcro abierto”. Premisas ya expuestas en “Non serviam” (no imitar a la naturaleza, sino crear una) y en “Arte poética” (estamos en el ciclo de los nervios) por ejemplo, se verifica una tendencia a la supremacía de lo cerebral sobre lo terrenal, la cual predomina en todo Altazor: “huye del sublime externo si no quieres morir aplastado por el viento”. Voz del hombre solo ante un universo incomprensible
El poema Altazor de Vicente Huidobro puede ser problematizado y resuelto de innúmeras maneras, una será proponiéndose como su centro el tema del lenguaje. Su encumbramiento y caída hallan óptimas interpretaciones en tanto se concentran en el verbo como experiencia, cuyo término depende de la expectativa del lector: fracaso o proeza, se definirán de acuerdo a lo que se espere de la sublimación de la lengua.

Pero también “Altazor” abre unas casillas para declararlas desiertas: Dios y sus respuestas.

Entonces oí hablar al Creador, sin nombre, que es un simple hueco en el vacío, hermoso como un ombligo.

Así hace la presentación de Dios el personaje del poema, que aún no se declara poeta, sino mero paracaidista. Un primer vínculo ha surgido entre ambos cuando aquél alega que nació “el día de la muerte de Cristo” en la primera línea del Prefacio, sugiriendo una coincidenc, carente de un Dios a quien rezar, a quien temer y sobre quien basar las creencias que hagan de la vida y la muerte algo coherente entre sí.
Ya con un sentido trágico patente, Altazor se agarra de lo único que sabe valioso (y virtuoso): su voz. Hay que oírlo.

Trances idénticos (o de caraquistas y magallaneros)


Soy caraquista, soy magallanero. Pero soy. Eso es todo. Un trance. Nada que envidiarle al trance que nos proporciona una buena película o un relato bien hecho. Mientras contemplamos la ficción, nuestro ser disfruta de la otredad: somos otros, somos parte de un paquete que nos irresponsabiliza felizmente: la masa nos diferencia del resto y nos indiferencia en sus adentros.

Ser un “hincha” o una fan enamorada de Servando o de Gregorio Petit es lo mismo, le da permiso a la irracionalidad desde la emoción y la distinción. Franelas, gaitas, tatuajes temporales o sempiternos, banderas y (sobre todo) la embriaguez (no la ebriedad). Aunque la Real Academia las coloca a ambas como equivalentes, me gusta diferenciarlas: ebriedad la mala, embriaguez la buena. Por cierto, a esta última y bella palabra la define poética y ambiguamente: “Turbación pasajera de las potencias (…)”, y en su tercera acepción: “Enajenamiento del ánimo”. Siempre es un buen punto de partida el Diccionario de la Real Academia, aunque sea para retarlo (que no es este caso). Me gusta la multiplicidad que ofrece eso de la turbación pasajera de las potencias. Turbar, alterar, trastornar, aturdir, sacar del marco de la normalidad o naturalidad algo… en este caso la potencia, ¡qué bien! Tenemos una excusa y un impulso para modificar nuestra energía, y aquí empieza lo ambiguo: se puede turbar positiva o negativamente, y hacia arriba o hacia abajo… y temporalmente, o sea, por un rato, no más. Nos volvemos guerreros enmascarados de leones, piratas, rojos o negros, y no estaremos solos ni a la intemperie, y por si fuera poco...

Ya sabremos qué hacer. Incluso cuando no hay un líder a la vista, la colectividad nos da una noción (más cierta que verdadera) de lo que hay que hacer, un sentido común, un orden y una orden. En el fondo todos piden eso, el gendarme necesario en un fantasma en todos los venezolanos. Incluso para eso que ilustran todas las comiquitas (menos Winnie Pooh), que sin un malo, el bueno no tiene nada qué hacer ni cómo demostrar su virtud. Sin caraquistas los magallaneros no tienen justificaciones y viceversa. Al día siguiente de la Final el mundo sigue igual, sólo con algo más de ebriedad en el aire.

jueves, 21 de enero de 2010

Naturaleza inventada para sobrevivirnos


Dos versos bastan para una sonrisa. La propia o la ajena. Dos versos como dos labios, como un pasadizo escondido en la casa para llegar a un lugar insospechado, y mejor.

Eso encontré hace poco en un poema de la venezolana Cecilia Ortiz. “Naturaleza inventada”, se llama así el libro (2004), el poema, y el penúltimo verso.

A esta poetisa la he citado en clases cuando hablo de la poesía breve, con su antítesis condensada:

NO HUYAS TAN CERCA DE MÍ

en una tríada de iguales minucias con el de Eduardo Castellanos:

TU CUERPO DEFINE LA FORMA DE MI ANGUSTIA

y el de Yolanda Pantin:

TODO ES VERDAD / TODO ES MENTIRA / TODO ES ESPEJO

Los tres son imprecados para exaltar las propiedades de la palabra.

La misma tónica íntimamente reducida sostiene este aliento. La palabra como puente, camino ínfimo, nunca atajo.

La lectura de poesía exige algo muy diferente, lejos de lo secuencial, narrativo, lógico. Más bien procura una apertura parecida a la que nos hace pasear, encontrar sin buscar. No es muy diferente la escritura en esto de los despojos.

Leyendo un poema alguien puede sentir que gatea sobre vidrios triturados... tal vez es eso; o quizás se trata de gatear sobre minúsculos trozos de espejos, con la vista caída hacia ellos, con la esperanza de que uno, al menos uno de tales fragmentos nos refleje, repercuta y reverbere. Me parece buena fortuna cuando eso ocurre, y con poesía, y más si es de Venezuela y mejor aun si es un poeta que todavía vive.

Así, he aquí Cecilia Ortiz, en su recién publicada y merecida antología (por Monte Ávila Editores) llamada Trébol. Una poesía que no cambiará el curso de la Historia de la Literatura, pero puede cambiar el curso de una noche.

El continuo “tú yo y lo que está en el medio” se saborea con efervescencias en transcurso y algo amargo al final. El intimismo que nunca es el mismo de uno pero nos guiña el ojo el algún giro vivencial.

Atendamos el poema:

La lluvia está en tus días
primaveras escogidas
montañas
laderas infinitas
cascadas que bañan tu espíritu
sin tocar la puerta
sin salir de viaje
humedecer los labios
brotar de las manchas de arena
surgir surgir
bañado en aguas
ríos que están en ti
desde lejos
naturaleza inventada
para sobrevivirnos.

A veces pienso en las palabras como un derivado, un efecto, una secuela lógica y hasta inevitable (ojalá) que llega a la boca y nunca de la nada. Es lo que viene de vivir, y además, de querer ver y saber... El poeta quiere saber, pero su conocimiento jamás se separará de la emoción, aunque sea muy leve.

La naturaleza inventada puede referirse a esa fluidez de los deseos que hace que no dudemos de su realidad, aunque sólo sea su certeza visceral la noción que nos alcanza de un ser humano a otro. Para no perecer, que es lo mismo que dejar de sentirse vivo, creer que nadie te siente vivo. Es la “pasión errante”, pasión que lleva a otra parte.

sábado, 9 de enero de 2010

Avatar o lo bueno ya no es lo humano

La primera columna del 2010 no será sobre literatura sino sobre cine. Vengo de ver Avatar y vale la pena. Usaré el esquema constructivo que en alguna charla me dieron para aprender a enseñar: “Diga algo bueno, luego algo malo, y luego otra cosa buena”. O sea, critique empezando y cerrando con lo positivo, y en el medio lo “mejorable”. Avatar es una película con todo. Lo primero: ficción. Definitivamente pagamos para no estar donde creemos estar. Pagamos para soñar despiertos, pasar un par de horas desenchufados. El éxito de la película parte de lo más esencial en el siglo XXI para sacarnos de las casillas a través de un filme: efectos especiales. Avatar me convenció por un buen rato de que yo no estaba en la Tierra. Los efectos especiales son buenos cuando hacen eso pulcramente, nos crean la ilusión sin mostrar ni una sola de las costuras.

¿Qué era lo bueno? El mundo que en la luna Pandora logra dibujarse. Simplemente es bellísimo. El tema de la energía y la armonía es fascinante. Los seres allí residentes son los Na’vi, emblemas de la naturaleza tan puros que nos convencen de que no estamos en nuestro planeta. Aisladamente, el productor Cameron nos propina lo que ningún otro de sus filmes esboza: un mundo feliz. Obviamente (aquí viene lo malo, o perfectible, más bien) de nada sirve en el 2010 una historia de un mundo dichoso donde no existe lo malo sino el impecable equilibrio de la naturaleza, donde no hay animal cruel ni oscuridad temible, sino cadenas alimentarias y fluir del ciclo vital. Lo malo es que necesita contrastarse con los malos (los humanos) para que valga el esfuerzo y nos parezca interesante la paz de una forma de vida otra. Cierro con lo bueno: habrá una segunda parte. Hay que verlas.

El papel de los libros

Me gusta regalar libros. Resulta mejor que prestarlos.
Desde mi paganismo, un paso de la evolución de mi extinto ateísmo, he apreciado la Navidad por su generosidad, más temporal que sustancial, sin excluir. Es decir, agradezco que me den más tiempo en el trabajo para escribir y pensar. A veces como estas veces me he refugiado en iglesias y cementerios sólo para estar solo y pensar. A menudo logro sentirme parte de esa mayoría de espíritus o muertos que dominan estos predios sagrados. En esa integración solitaria me relajo y cavilo. Confieso que valoro esa sensación de encontrarme fuera de la masa con cierto regocijo. Veo desde afuera la multitud comprando, bailando, bebiendo y multiplicándose. Más de una vez he deseado lo otro, lo contrario: desenfundar el corazón y confundirme en una algarabía alegre, ser parte del jolgorio. Pero no ocurre, no realmente. Sin embargo, aprovecho las virtudes de estas fechas.
El papel de los libros es uno de mis refugios. Me gusta regalarlos por una razón altruista y una egoísta. La altruista es la común: “dar es mejor que recibir”, “lo que se comparte se multiplica”, etc. La egoísta es distinta... La lectura es un acto íntimo, solitario, aislante (para los efectos). No solamente porque se practique individualmente, sino también porque uno lee para sí, desde uno mismo, con la propia óptica e imaginación. También con la búsqueda que nos procura la circunstancia que atravesamos y sus relativas respuestas.
El caso es que uno lee solo; quizás por eso el cine tiene un éxito superlativo como arte: se contempla colectivamente. El gancho de tantos best-sellers puede radicar en eso: Leer algo que (por encima de su calidad) está siendo leído por mucha gente. Los ejemplos sobran pero no estorban: Harry Potter, Bella Swan, Robert Langdon, Frodo, Fermina Daza, Lestat y Sherlock Holmes. Son gente de papel. Del papel de los libros. Con ese papel hacemos máscaras, y nos encantaría que no nos reconocieran, y también que nos reconocieran. Por eso regalo libros, para compartir esas máscaras y esos amigos de papel... papel de libros. También por eso escribo esta columna, para que hagamos lecturas colectivas... colecturas.

Obras completas e incompletas

Sólo los muertos tienen sus obras completas... más allá de ellos. En Literatura ya se habla y califica la obra de un autor con adjetivos sofisticados como “consistente”, “difícil”, pero nunca completa, si está vivo. Sin embargo, me gusta la idea en singular para hablar de una pieza, y decir con propiedad: “Esta pieza está completa”. Un libro, una canción, una escultura, un puente. Que no se detecten los ingredientes ni se adivinen con facilidad los pasos intermedios. Eso es una obra completa, un objeto. Ya lo es. No tiene partes ni evidencias de materiales, está finito... para entonces arrojarse hacia el infinito.
Lo digo tras ver y pensar libros que enseñan a pintar (muestran todos los pasos necesarios según los Maestros de la Pintura), ver piezas exhibidas en galerías y museos, talleres de amigos artistas y, por supuesto, el mundo.
Me doy cuenta de que la experiencia estética no tiene puntos suspensivos. Que la obra comienza y termina en ella misma. Luego viene la otra fase, la de complicidad. El espectador de arte o el lector de literatura, cada uno colabora con la siguiente etapa, que no es más que darle vida a la pieza, asociarla con el mundo. Por ahí decía un viejo grafiti: “el arte es una enmienda de la vida”. Y el otro que reza que “todo artista es un desadaptado”. Quizás no suene tan malo cuando vemos que esa inadecuación procura en el artista el desafío: si el mundo no está listo, pues yo lo remato.
La complicidad del receptor debe ser justificada con una pieza acabada, inmejorable, tentadora.
Entonces, en sus ojos, la obra completa completa al mundo.