miércoles, 26 de octubre de 2011

tres reflexiones

I.
EL mundo no es exacto. No suelo confiar en quienes argumentan con números y datos fieles a las mediciones, estadìsticas y cronologías. Me importa muy poco cuando hablo de literatura en cuál año fue escrita tal obra y la ciudad donde nació el autor. Son referencias, un ancla para tener de dónde agarrarse para tocar fondo. Por supuesto que tales precisiones pueden ser necesarias para agrupar y comparar textos de una época, una región y cumplir con esas y otras funciones de los estudios literarios.
Pero (aquí va mi denuncia) aunque la literatura se puede estudiar (al igual que cualquier objeto existente en el mundo)… la literatura no se hace para ser estudiada.
II.
A veces pienso que el acto de la lectura es saboteado por la familia en estas latitudes tropicales. Sí. Cuando la esposa de X lo veía leyendo, ella le preguntaba “¿Por qué no quieres compartir?”, ante lo cual corría X a buscar otro libro para prestarle… Ella lo tomaba a chiste y luego le pedía que fueran a ver televisión con sus hermanos y madre. Me parece un gesto noble procurar la unión familiar, pero también es derecho y deber el cultivo espiritual (porque eso es el arte) y el recreo solitario. El grandísimo desprestigio que la muerte, la soledad y el silencio tienen en nuestra sociedad latina (cristiana) no nos ayuda a ser independientes ni valientes ni hondos. Creo que la buena literatura nos ayuda a generar nuestra propia perspectiva ante estas “tres Marías” maltratadas por la ignorancia, la superficialidad y el miedo que caracterizan a inciertas mayorías.
III.
Hace poco más de sesenta semanas apareció en el diario El Nacional el cuento ganador de su concurso anual en la fecha de su aniversario. Ganó Miguel Gomes (ya mentado en esta columna anteriormente). Quiero hablar de su cuento sin exactitud, es decir, con gusto. Lo leí en una sola sentada (como ha de leerse cualquier cuento) esperando la resolución del dilema del hombre que no sabe por qué llora su mujer… intriga que recorre el relato con suficiente humor y complicidad como para armar un túnel a través de típicas situaciones familiares. Un perro, los hijos y el sempiterno llanto de ella rondan y rodean al personaje eje del cuento que se desliga de política, erudición y rimbombancia para fluir a través de las lágrimas indetenibles y la infinita duda que el buen marido sostiene y comparte. Hay que leerlo.

jueves, 20 de octubre de 2011

Fe y fidelidad

La raíz de la palabra fidelidad pasa por el término fiel y alcanza el campo de otra más elemental: fe. La fidelidad viene de la fe. Somos fieles cuando hay una esperanza, cuando hay algo en lo que creemos que supera los niveles de la razón y del absurdo. Somos fieles cuando vemos más allá de nuestra propia sombra. Y vaya que la propia sombra nos hace jugarretas. Pero la fidelidad no se puede exigir, como no se puede exigir la fe. Ambas virtudes se cultivan, se estimulan, se premian, pero no se fuerzan. Como cualquier sentimiento, pero siendo más que un sentimiento, la fe es personal, y cuando coincide con la fe de muchas otras personas (como en recientes días se contemplaba en El Valle de la Virgen más bella del mundo) lo humano es lo realmente social. Un flujo y reflujo de peticiones y agradecimientos evidencian ese nexo entre ser fiel y tener fe.

¿Qué hacer para poder escribir?

A mis cuatro años de edad se me ocurrió pedir una máquina de escribir como regalo de Navidad a mi abuela ante la pregunta justa. Luego me preguntó por qué… Recuerdo que dije: “Porque no sé escribir”. Casi treinta años después me suscribo a esa idea de alguien que alegaba que al escritor de oficio es a quien más le cuesta escribir, quizás la diferencia sea que insiste más y con más ganas (quizás por gusto o por ser menos infeliz). El caso es que me han interpelado a menudo para saber qué diablos hay que hacer para poder escribir. Dos citas se blanden inmediatamente: “Lee que algo queda” de Arturo Uslar Pietro. Recuerdo el cuestionamiento que algún profesor adjuntaba a la frase: “Depende de lo que se lea, porque ahora se lee cualquier cosa por ahí…” Superada la objeción (por no dejar), de tanto leer queda la comodidad de sentarse entre las palabras como entre cojines o arena tibia. El lenguaje se puede ver como algo en los adentros y en las afueras del ser humano. Como si lo tuviéramos guardado en un archivo mental, o fluyendo en las corrientes ciegas del cuerpo orgánico que somos. Hay palabras nuestras que al ser oídas o leídas pulsan botones en nosotros, activan asociaciones y despiertan el recuerdo (muy real) de sensaciones pasadas ya. Todo adentro. Pero también residimos en un idioma. El sagrado poeta maldito José Antonio Ramos Sucre ya lo dijo: “Un idioma es el universo traducido a ese idioma”. Vivimos en un orden estrecho o amplio según lo recorramos. He aquí una imagen para verlo. Es como que nos pusieran en medio de la vastedad y la providencia nos dice: “De todo el terreno, será tuyo lo que suelas recorrer”. No un día ni dos, sino el espacio que se vuelva conocido, cuyos aires reconozcas por su olor, donde diferencies su cielo y su suelo. Eso es una lengua. Tan mínima y máxima como la despleguemos, la apliquemos, la expandamos y reduzcamos. Una vez cómodo con la lengua, el preguntón podría sentir que ya la herramienta está en sus manos… Al menos una modalidad, porque demasiados libros han insistido en la existencia de algo que se puede llamar “lenguaje literario”… pero no es la única modalidad para hacer literatura... ¿O sì?