miércoles, 10 de abril de 2013

Paul Auster y El libro de las ilusiones

No es muy coherente esto de invitar a la gente a recorrer un camino sin compañía alguna solo porque ya uno lo hizo; y menos lógico es aceptar la invitación y acudir para ese sacrificio… donde uno, su tiempo y su dinero pueden ser las víctimas. Hablo de libros, específicamente de novelas, y del acto íntimo que implica leerlas. Confieso que me cuesta mucho llegar hasta el final de ellas y que por ende, son menos las novelas que leo que libros de cuento, poesía o ensayo. Además, estos otros tres géneros literarios perdonan el acto de no acudir hasta la última página. Probablemente por esta diferencia es que nadie suele leer novelas sin una prescripción: más de un amigo que la haya leído, la crítica literaria (incluyendo la de twitter y facebook), la película respectiva o la promesa de su próxima filmación… Y es que no son pocas las horas que se invierten en su lectura, y particularmente en nuestro país parece que leer luce como mayor holgazanería que la de estar en una acera bebiendo con los amigotes… “Al menos con los amigotes estás desarrollando tu vida social y quizás hasta consigas mujer para terminar de casarte” oí por ahí. Mil veces más fácil es compartir un juego Magallanes-Caracas que un libro de Paul Auster. Pero eso no importa si hablamos de El libro de las ilusiones. Importa que sea una novela sobre el cine y su hechura. Importa que dosifique tensión y buen gusto a lo largo de sus 300 páginas. Importa leerlo. La buena noticia es que la obra del neoyorquino es numerosa y ostenta más de una docena de novelas y de paso algunos guiones llevados a la gran pantalla. Hay que saberlo, pues El libro de las ilusiones deja con hambre. La trama gira en torno de dos hombres que apenas y logran encontrarse físicamente en el mismo sitio por acaso quince minutos. Uno es un personaje del cine, en cuya vida se ha permeado lo pintoresco y lo dramático de los filmes en los que trabajó como actor y director: una decena de cortometrajes mudos en blanco y negro, contemporáneos con los propios de Charles Chaplin y Harold Lloyd. Nadie supo qué ocurrió con el sujeto una vez que se rodaron estos cortos, pues desapareció en pleno inicio de una prometedora carrera. Todo lo que le sucedería a este realizador, cuyo origen argentino nos guiña el ojo a otros suramericanos, sugiere que en su caso se cumplió el anhelo secreto de todo artista: más que tener cómo decirlo, hay que tener en la vida algo qué contar y por qué contarlo. La técnica ya no es misterio en una época donde las artes se estudian y se pagan. El otro personaje nació más de medio siglo después del primero. Es un estudioso que de súbito perdió irreversiblemente su familia y las razones para seguir viviendo. De su melancolía se escapa cuando contempla uno los cortometrajes de aquél en la televisión. Las conexiones y paralelismos entre vidas y obras se revelan para todos de a poco, con reveses impredecibles e impecables. Se consigue en librerías de Margarita.

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