domingo, 4 de julio de 2010

Sobre inventiva y poesía

Hartos son los estudios que se proponen especificar las diferencias entre el lenguaje de la poesía y el resto de las formas comunicativas, con sorprendentes indagaciones como las estructuralistas (Jean Cohen con su Estructura del lenguaje poético fue sublime en esto). Curiosamente pude verificar que quienes suelen hacer tales elucubraciones no suelen ser los poetas; aunque buenas excepciones como la de Octavio Paz compensan esas pretensiones. Particularmente, confío poco en las de aquellos autores con poco o ningún verso bien publicado, quizás más por su impotencia que por su inexperiencia.

En los giros de lo inefable y lo insignificante: el poema. El poeta (artista) es un ser con una especial potencia en su actitud ante el mundo y ante la lengua: él desafía lo que ya está hecho (las cosas, sus formas, sus representaciones) e intuye una gran diferencia entre aquello ya existente y lo que sus percepciones (le) alcanzan. Esta básica esquizofrenia no se manifiesta en la locura típica porque hay una maniobra de concilio ejecutada por el poeta: inventa. In-corpora al reino material eso que su abstracción le presenta. Lo corporiza, porque no estaba hecho pero debía existir.

Una hipótesis que he degustado desde hace unos años se vincula directamente con esta idea: aquello que uno no termina de encontrar en los libros y, sin embargo, es capaz de esperarlo, es decir, imaginarlo, es materia prima para ser escrita (casi obligatoriamente) por uno mismo. Si no lo encuentro lo invento. Incluso un fundamento para la autocrítica de un escrito se deriva de esto: ¿me gustaría encontrar y leer eso en un buen libro? ¿Sería digno?
Hay que escribirlo.

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