En un pueblo, uno cuyo nombre terminaba en shire, la alegría de que hubiera una perra embarazada era motivo de brindis secretos entre ciertos miembros de las familias cercanas. La causa era sencilla: se hacía necesario tener un perro en cada casa, sobre todo de noche. Refiero la época cercana a los finales del primer milenio de nuestra era, a un año que recuerdo con más sietes que seis. El nacimiento de una camada de perros ameritaba licores y libaciones; cediendo un cachorro se saldaban deudas, se cumplían promesas, se contentaban familias y se conquistaban suegros.
La paz siempre ha sido un bien relativo, y en aldeas como este shire, el silencio y la paz no eran sinónimos. El silencio ahora se soporta con filosofías instantáneas como la de “No news: good news”. Antes no se soportaba, era como una página en blanco para un escritor con sueño. No se tiene con qué, pero hay que llenarla. Ya el té en la sangre ha sido vencido por el cansancio pero no por la soledad. Entonces, el perro en la casa. Un perro, sin cama ni alfombra, preferentemente dentro de la casa, para una certeza a veces no verdadera: todos los ruidos son del perro.
Querían el perro para su propia tranquilidad el sir y la familia del sir, pero no a la manera del perro guardián que arriesgaría su peluda vida por defender la casa ante un malhechor. No. Lo necesitaban para nublar el silencio, ese que aturde porque niega la naturaleza ruidosa de la vida. Cuando se disponían a dormir los habitantes del hogar, la terrible cortesía los obligaba a callar todo de sí. Entonces, (sin perro) cualquier ruido dentro o cerca de la casa despertaría dudas y sueños, pues ¿Qué ser o fenómeno causó tal ruido? En realidad el crimen o las invasiones no surgían como opciones prudentes sino chistosas. El ruido, en esa época sin máquinas ruidosas como el televisor, la radio, la nevera o el acondicionador del aire (todos “domésticos”), era atribuible a los muertos, las maldiciones, los conjuros, los espantos… El ruido era la (re)versión física de lo metafísico, algo funesto en demasía para una época omitida por cualquier dios. Cuál de tantas centellas del más allá llegaba hasta acá, esa era la pregunta incómoda para el ensueño, impropia para la armonía familiar.
Muy fácil era la solución: el perro hizo ese ruido. Lo único necesario para descansar sobre esa hipótesis era tener un perro. No importaba si alguna peste (la misma que los diezmaba) hubiese dejado huellas sobre la piel del can, el perro era una excusa viva para el sonido raro, inoportuno. “El perro hizo ese ruido, sigan durmiendo” decía con su mera existencia el animal y su caos, libre de la urbanidad dogmática británica. Resultaba mejor que la fe, la plegaria o la neación obstinada.
¿Got dog? era la pregunta que en los otoños hacían los sires a quienes lucirán mejor semblante de una semana para otra. También la hacía la madre al padre en la misma casa a medianoche, y los vecinos entre sí al caer con la tarde la oscuridad. Menos ojeras, más horas en la cama, ninguna sospecha metafísica con nombres de muertos.
El cuento sería uno más si terminara allí. El pueblo era ateo gracias a su aislamiento y autonomía. Gracias a la virtud respetuosa de su cortesía atendían las invitaciones de las religiones circulantes como cuentos de tradiciones ajenas e incompatibles con su naturaleza.
La palabras de ¿got dog? jugaron a sonar a “god”… y de algún modo Dios sería el perro que mueve la pequeña puerta de la ventana… por eso no importa.
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